Daryeri Díaz (atrás) y Claudia Yamile Bohórquez (adelante) son las líderes del proyecto.Óscar Pérez

Desplazadas por la violencia, diez mujeres buscan qué hacer después de llegar a la capital. De sus tierras en el campo, donde aprendieron a sembrar, sólo les queda el recuerdo. La solución que encontraron fue una huerta urbana en el complejo gris que habitan. El lío es pagarla.

Cada mes, diez mujeres deben recoger $300.000 para pagar su huerta urbana. Un pequeño cultivo sin suelo del que son dueñas. El cilantro, la hierbabuena, las acelgas y el apio que sembraron el pasado 14 de julio ya están listos. Los van a vender. Con eso pagarán la cuota de agosto, ajustada con la rifa de un mercado y las ganancias de los tamales y las empanadas vendidas en el conjunto donde viven: la Plaza de La Hoja, unas viviendas de interés prioritario que donó la alcaldía de Gustavo Petro a las víctimas del conflicto armado, en pleno centro de Bogotá.

Hace dos años, 547 familias se mudaron a ese complejo gris de 12 edificios que por su apariencia bien podría confundirse con una cárcel. En ese entonces fueron censadas 3.500 personas, la mayoría de ellas huyó del campo por la violencia y saltó de ciudad en ciudad hasta ganarse por sorteo una vivienda en La Hoja. Un lugar donde lo único verde es la pobre manga de las terrazas y un jardín vertical de 317 metros cuadrados sobre la fachada, que sus inquilinos pasan por alto al no poderlo regar.

Desde que llegó a La Hoja, Claudia Yamile Bohórquez fregó con matas. Cuenta que “tenía unas matorronas de toronjil y unas matotas de lechuga” en las terrazas del conjunto, pero la filtración del agua a los apartamentos de abajo le impidieron continuar. Con el tiempo, la administración prohibió el acceso a las nueve terrazas, porque los jóvenes estaban ocupándolas para pelearse y consumir. La esperanza de tener un cultivo desapareció.

Claudia Yamile es una ibaguereña de 38 años que dejó su huerta por miedo, en la vereda El Secreto, sobre el cañón de Combeima. “El 1° de julio de 2006 me vine de allá con todos mis familiares, compartíamos esos terrenos con Los Buitrago y nos dio susto de que hubiera enfrentamientos entre los grupos armados. Teníamos una huerta comunitaria y hacíamos mingas. Hace 11 años salí de allá, pero cultivar no se olvida”, recuerda la mujer.

Ese fue el paisaje que encontró la directora de la Fundación Entrepazos, Juliana Hernández, cuando visitó La Hoja por primera vez: la nostalgia y un sinfín de historias traumáticas. Juliana se dio cuenta de que “a las mujeres había que ponerlas a hacer algo. Que a ellas les hacía falta el olor de sus tierras, sus papas, sus yucas; esos eran sus recuerdos más valiosos”. Pero no sabía qué.

Hasta que lo conversó con Santiago Rodríguez entre cervezas y se le alumbró el bombillo. Él es el gerente de Paqua, una empresa de cultivos hidropónicos con tres años de experiencia. “Nosotros impulsamos una alternativa de agricultura urbana. Vendemos sistemas que producen más que todo hortalizas de hoja, porque son plantas muy sensibles al tiempo, pierden con facilidad la frescura y los nutrientes, así que cultivarlas en los balcones, jardines o terrazas de la ciudad acorta la distancia entre el productor y el consumidor. Se cosecha en casa y se come”, explica Rodríguez.

En efecto, el 55 % de las hortalizas que se producen en América Latina se pierden antes de llegar a los mercados o se desperdician en manos de los consumidores, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).

Esta es la primera cosecha de la huerta, 168 semillas que sembraron el pasado 14 de julio. / Óscar Pérez

El negocio de Paqua ha sido vender huertas para conjuntos residenciales, pero ellos mismos hacen las labores de la siembra, cosechan y distribuyen entre los propietarios del edificio. Con las mujeres de La Hoja es diferente, ellas son expertas en agricultura y la huerta para techo, que produce 168 plantas, sería el negocio ideal para las diez.

El lío es pagarlo. No tienen $3 millones que vale ese sistema, ni el visto bueno de alguna cooperación internacional. Así que llegaron a un acuerdo: Paqua les dejó una huerta a $2’700.000 con el compromiso de pagar por 9 meses $300 mil. Cuando estén a paz y salvo, será definitivamente de ellas y “podrán facturar $350.000, si le quitas 50 mil de insumos, no es que les deje mucho, pero en el espacio que ellas tienen en sus terrazas caben alrededor de 20 huertas de techo, entonces haz la cuenta: se podrían hacer un salario mínimo mensual”, dice el gerente.

La idea es que el negocio crezca a futuro. Que puedan comprarse otros sistemas para producir al por mayor y les llegue un sustento para ellas y los 3 o 4 hijos que tiene cada una.

Por ahora, todas las mañanas, una mujer le pide la llave de la terraza a la administración. A las 9 a.m. le echa un ojo a la albahaca, la lechuga crespa, la lechuga morada, al cilantro, a la hierbabuena sembradas en espumas especiales. Les aplica extractos de ajo y ají para prevenir las plagas. Les corrige la postura si están torcidas y se fija en el agua de la canaleta que sube por dos tanques, cada uno con una capacidad de 170 litros de agua.

En ese líquido han crecido las raíces, gracias a las sales y nutrientes que se distribuyen de manera homogénea. Así funciona la agricultura hidropónica, sin el deber de remover la maleza, abonar la tierra ni cuidar la humedad que se desliza por las paredes. Las diez mujeres tuvieron que aprender a sembrar sin campo, así como han tenido que aprender a hacer las paces con el pasado.

Fuente: Periódico El Espectador

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