En Europa, 80 granjas avícolas están cerradas y 300 gallinas fueron sacrificadas por la presencia del insecticida Fipronil en sus huevos. / AP

OBJETIVO DE DESARROLLO SOSTENIBLE 12

Con las alarmas alimentarias de Europa encendidas, el Objetivo de Desarrollo de producción sostenible queda en jaque. ¿Qué está pasando en Colombia, uno de los firmantes?

Los huevos de gallina alarman a Europa desde hace un mes. Unas 180 granjas avícolas están cerradas, 300 gallinas fueron sacrificadas, hay escasez de huevos en los supermercados, las exportaciones están bloqueadas y un registro de pérdidas al tope es la síntesis de una historia sobre contaminación. La razón: unos huevos holandeses, de los más exportados, entraron a 40 países de la Unión Europea y a Hong Kong contaminados con insecticida.

Se trataba de una sustancia química llamada Fipronil, utilizada para el control de ácaros. Ese fue el pesticida que encontró el Servicio de Seguridad Alimentaria de Holanda en 28 remesas exportadas por Chick Friend, una compañía que, según las investigaciones, pasó por alto la prohibición de la Organización Mundial de la Salud (OMS) al usar en sus criaderos este insecticida “moderadamente peligroso para el ser humano”.

El caso pone en jaque el Objetivo de Desarrollo Sostenible número 12: garantizar modalidades de consumo y producción sostenible. Un reto de la Agenda 2030 que asumieron países como Holanda, Colombia, y otras 190 naciones. En el mundo, según la OMS, la comida con bacterias, virus, parásitos o sustancias químicas causan 420.000 muertes cada año y más de 200 enfermedades, desde la diarrea hasta el cáncer. Y parte de la culpa se la llevan los productores, que meten la pata en sus procesos.

Aunque la contaminación dentro de las células de los huevos no es suficiente para causar náuseas o vómitos, vértigos, daños a hígado, riñones y tiroides en los humanos, los riesgos para el medioambiente, aún en bajas cantidades, sí son graves. De hecho, el Fipronil es considerado por el Manual de Plaguicidas de Centroamérica como uno de los insecticidas más tóxicos para peces, aves, abejas y lombrices de tierra.

El misterio es por qué los inspectores alimentarios no descubrieron el químico al verificar los procesos de producción. “Esa es una de nuestras funciones en cualquier norma de certificación o básicamente producción. Mirar qué insumos se están utilizando a través de un análisis de trazas tanto en la producción orgánica como en la convencional. Es decir, un control de rutina sobre los elementos químicos que en pequeñas cantidades pueden ser potencialmente peligrosos para la salud humana”, explicó el inspector de agricultura orgánica, Diego Bolaños, quien trabaja en Biotrópico, la segunda certificadora orgánica creada en Colombia, formada en 1995, tras el llamado internacional de Naciones Unidas sobre las economías industrializadas y sus contaminantes generados a costa del medioambiente.

Así se extendió la agricultura orgánica en el país, con una apuesta de producción sostenible y cero rastros contaminantes como el Fibronil. Porque si los huevos fueran orgánicos no podrían haber utilizado sustancias de matiz química en ellos, aseguró Bolaños. ¿Será?

Una investigación de la Universidad de Newcastle, en el Reino Unido, estudió el grado de limpieza en los alimentos orgánicos en 2014, a partir de 343 análisis e investigaciones previas.

La conclusión, publicada en la revista British Journal of Nutrition, es que los alimentos orgánicos tienen menos niveles de metales tóxicos y pesticidas que los cultivos convencionales, que contienen cuatro veces más restos químicos en las verduras y frutas biológicas. Además, el estudio aseguró que los productos con sellos orgánicos eran más ricos en antioxidantes.

La movida de los sellos

En Colombia existen sellos que certifican la sostenibilidad en la producción: ambientales, sociales, de denominación de origen y ecológicos, o también llamados orgánicos. Las certificadoras deben acreditarse para ofrecerlos. Biotrópico, por ejemplo, puede certificar hasta tres sellos orgánicos: el de alimento ecológico, válido a nivel nacional; el COR, necesario para la exportación a Canadá, y un sello propio.

Los sellos ecológicos validan los procesos de una productora agrícola o pecuaria (encargadas de materia prima como café, aguacate, leche, carne), una empresa de procesamiento o una comercializadora. Así generan confianza en el consumidor, pues se trata de productos cosechados gracias a un buen manejo del suelo, no son objeto de agroquímicos ni hormonas sintéticas, el agua que se utiliza con ellos es de buena calidad y los cultivos de donde salieron son rotatorios y asociados. Es decir, hay menos posibilidad de que se agoten los nutrientes del suelo por cosechar la misma especie o que las plagas se vuelvan resistentes al no cortar sus ciclos de reproducción.

Pero tener un sello exige estar al día con las normas del Ministerio de Agricultura, entidad que regula la producción ecológica en el Colombia. Y cumplirlas no es sencillo, teniendo en cuenta que el 70 % de los alimentos que se consumen en el país son obra de los pequeños productores, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).

El lío es que se “necesita una asistencia técnica especializada para las fincas, alguien que conozca de agricultura orgánica o un veterinario o zootecnista, según sea el caso. Ellos hacen los planes de sanidad para la cosecha y la poscosecha. Además, la tierra cuesta y un invernadero que cumpla con las normas puede valer entre 20 o 30 millones de pesos”, indicó el vicepresidente técnico de la Federación de Orgánicos de Colombia (Fedeorgánicos), Richard Probst Bruce.

Hay más impedimentos. De acuerdo con Probst, “apenas el 13 % de los agricultores colombianos están asociados. Si los otros también lo estuvieran, acceder a los requisitos orgánicos a través de una cooperativa abarataría sus costos”. Aunque existe una alternativa mundial para este problema: el sello de confianza.

Este es un sello certificado por Sistemas Participativos de Garantía (SPG), donde se unen varios productores y se verifican entre ellos a través de la opinión de sus consumidores, las redes sociales y el intercambio de conocimiento.

El Ministerio de Agricultura no lo permitió dentro de su reglamento ecológico, actualizado en 2016. Se alegó que la cartera no puede certificar de esa manera la calidad de un producto. A cambio, su propuesta fue emitir un sello oficial que asegura haber sido hecho en Colombia y la creación de un nuevo significado de qué es un pequeño productor. Esto con el fin de “permitir que más campesinos accedan a recursos financieros”, aseguró el ministro de Agricultura, Aurelio Iragorri Valencia, al hacer el anuncio a finales de 2015.

El panorama es un tira y afloje para los productores que se deciden por la sostenibilidad. Tienen que comprar canastos en vez de costales para prevenir que sus cosechas se pierdan al magullarse, procurar que sus productos aguanten los problemas de trasporte y el tiempo de distribución, cuidar la tierra con sustancias naturales, dejar descansar las hectáreas y pensar que su labor, en grandes o pequeñas cantidades, influye en el medioambiente.

Fuente: Periódico El Espectador

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